Explicación de la crisis para dummies
Al final me temo que se pueda acabar imponiendo, por la vía de los hechos, una de mis teorías económicas más payasas. Y es que, desde hace ya algunos años, mantengo chistosamente —y en los más diversos saraos; con dos cojones— que el dinero, a partir de ciertas cantidades y/o volúmenes, no puede ser más que una convención. Fantasmagoría pura y dura, o sea.
Porque uno saca del cajero automático un billete de 50 euros y sabe que eso es real como la vida misma. Es consciente de a qué equivale exactamente en bienes y servicios; esto es, de los límites de gasto que implica. No más de dos libros nuevos y relucientes, llenar hasta el tapón de buena gasolina el tanque del coche, invitar a almorzar a alguien... Punto y final. Ahora pensemos por ejemplo en lo que se cree que tiene pero que desde luego no le cabe en el monedero al hombre más rico del mundo, Warren Buffet, cuya fortuna se estimaba en torno a los 62.000 millones de dólares al menos hasta marzo de 2008. Traten de imaginar lo que puede representar físicamente todo ese capital junto y apilado, en billetes grandes y pequeños. Asústense con el estruendo de monedas figurable. Y mientras van buscando si quieren una calculadora, sospechen cómo iría de lento el reparto en palés de los montos entre varias naves industriales.
Seamos cabales: ¿quién se pone a contar eso? O peor aún: ¿quién se para a recontarlo todo después del primer arqueo, que sería la única forma de garantizar que no se nos haya ido en un despiste un cero multimillonario a la derecha? A lo mejor es a partir del millón de dólares cuando algún desgraciado contable observará de reojo y con verdadero susto hacia la cumbre de esa montaña de dinero y, aplicando la vista del cubero, calculará grosso modo que aquello podrán ser, no sé, ¿quizás unos 62.000 millones? Pero verificar céntimo a céntimo cuánto dinero tienen los potentados del mundo es un trabajo tan inhumano que nadie se puede poner a hacerlo realmente.
Y ojo, que aquí estamos hablando sólo de fortunas personales, ¿eh? ¿Quién te garantiza que el Banco Santander valga lo que dice que vale? ¿Botín? ¿Miguel Ángel Fernández Ordóñez?
Y aquí viene el lío y la moraleja: ¿y si un listillo amontona fajos y fajos de billetes falsos? ¿Y si una fortuna se amasó sumando de tapadillo cientos de monedas del oro que cagó el moro en forma de chocolate derretido? ¿Y si el gran hombre de negocios termina siendo sólo pura fachada, otro Bernard Madoff de tomo y lomo? Pues entonces no nos queda otra que comérnoslo con papas, porque esto de los grandes capitales es tierra abonada para el fraude. Según mi teoría más gilipollas, la riqueza tiene una naturaleza incontrolable. Sólo estamos capacitados para saber cuán pobre somos, pero no hasta qué punto alguien se volvió ultramilllonario. Así nos luce el pelo.
Porque uno saca del cajero automático un billete de 50 euros y sabe que eso es real como la vida misma. Es consciente de a qué equivale exactamente en bienes y servicios; esto es, de los límites de gasto que implica. No más de dos libros nuevos y relucientes, llenar hasta el tapón de buena gasolina el tanque del coche, invitar a almorzar a alguien... Punto y final. Ahora pensemos por ejemplo en lo que se cree que tiene pero que desde luego no le cabe en el monedero al hombre más rico del mundo, Warren Buffet, cuya fortuna se estimaba en torno a los 62.000 millones de dólares al menos hasta marzo de 2008. Traten de imaginar lo que puede representar físicamente todo ese capital junto y apilado, en billetes grandes y pequeños. Asústense con el estruendo de monedas figurable. Y mientras van buscando si quieren una calculadora, sospechen cómo iría de lento el reparto en palés de los montos entre varias naves industriales.
Seamos cabales: ¿quién se pone a contar eso? O peor aún: ¿quién se para a recontarlo todo después del primer arqueo, que sería la única forma de garantizar que no se nos haya ido en un despiste un cero multimillonario a la derecha? A lo mejor es a partir del millón de dólares cuando algún desgraciado contable observará de reojo y con verdadero susto hacia la cumbre de esa montaña de dinero y, aplicando la vista del cubero, calculará grosso modo que aquello podrán ser, no sé, ¿quizás unos 62.000 millones? Pero verificar céntimo a céntimo cuánto dinero tienen los potentados del mundo es un trabajo tan inhumano que nadie se puede poner a hacerlo realmente.
Y ojo, que aquí estamos hablando sólo de fortunas personales, ¿eh? ¿Quién te garantiza que el Banco Santander valga lo que dice que vale? ¿Botín? ¿Miguel Ángel Fernández Ordóñez?
Y aquí viene el lío y la moraleja: ¿y si un listillo amontona fajos y fajos de billetes falsos? ¿Y si una fortuna se amasó sumando de tapadillo cientos de monedas del oro que cagó el moro en forma de chocolate derretido? ¿Y si el gran hombre de negocios termina siendo sólo pura fachada, otro Bernard Madoff de tomo y lomo? Pues entonces no nos queda otra que comérnoslo con papas, porque esto de los grandes capitales es tierra abonada para el fraude. Según mi teoría más gilipollas, la riqueza tiene una naturaleza incontrolable. Sólo estamos capacitados para saber cuán pobre somos, pero no hasta qué punto alguien se volvió ultramilllonario. Así nos luce el pelo.
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