10 septiembre 2009

Introspección (VI): las cartas químicas

Aunque ni me gustaron ni nunca se me dieron muy bien que digamos las lenguas muertas, desde pequeñito (y ahora ya de grande ni les cuento...) integré ese segmento poblacional encaminado académicamente hacia las «Letras puras», conforme a mi manifiesta incapacidad para hallar la belleza secretísima de las Matemáticas y todo ese ignoto submundo que las rodea.
Para que se vayan haciendo una idea cabal de cómo ara este buey, yo era de los cenutrios (ocultaré la identidad de mis dos acompañantes habituales, por puro respeto) que se tenían que aprender de memoria durante los recreos la resolución de los famosos problemitas de octavo de Básica con las malditas X e Y que quién los inventaría, ya que su sencilla lógica interna superaba ampliamente mi rudeza connatural.
Partiendo de esa base, puede que se entienda mejor el enorme respeto que infundían en mí los profesores de raíz científica, que en los últimos años de la Primaria fueron dos: el inolvidable don Casiano y don Máximo, que allá por séptimo de EGB inauguró el curso escolar prometiendo diversión a raudales. «Os aseguro que os vais a aprender rápidamente la tabla periódica mediante un juego muy divertido que, además, es infalible: con él, todos mis alumnos se la han acabado aprendiendo de memoria», garantizó a sus nuevos pupilos.
La propuesta sonaba sugerente, la verdad, y más aún a los oídos de un niño de mis características, tan duro de roer en los vastos campos de las ciencias naturales (y más allá, claro). Para ponernos a jugar formativamente, sólo teníamos que pedirles a nuestros padres 100 pesetitas y asomarnos a Altea a comprar un papel blanco bastante más grueso que el folio común, tipo cartulina. Con eso y unas tijerillas, ya nos lo íbamos a empezar a pasar pipa, creando tarjetitas todas del mismo tamaño hasta conformar una especie de baraja. Finalmente, había que poner en el anverso de cada ficha —creo que con rotring— el nombre del elemento químico, y en el reverso su símbolo. A partir de ese momento, a barajar y a enviciarnos solitariamente hasta acertar qué elemento se representaba con la S o cómo cuernos se diferenciaba simbólicamente el manganeso del magnesio.
El juego (no hará falta que lo jure) era de todo menos divertido. Vale que mi generación no disponía ni de la Playstation ni del Canal Disney 24 horas en abierto, pero desde luego que podíamos hacer otras 800 cosas más entretenidas antes que ponernos a barajar y a soltar las cartas químicas de don Máximo en las tardes valverdeñas de finales de la década de los 80. No obstante, he de reconocer que algunos chavales científicamente dificultosos bien que le dimos uso a aquel aburridísimo mazo didáctico. Porque el maestro solía comprobar al término de cada clase nuestras evoluciones en el aprendizaje de la jodida tabla periódica. Y aquello dejaba de ser un juego infantil...
Al azar, elegía a dos o tres desgraciados alumnos para que se acercaran a su mesa y le prestaran uno a uno sus cartulinas. Él las barajaba con maña de profesional del chinchón y empezaba a tirar en el inopinado tapete elementos o símbolos a discreción, para que acertaras con lo que quedara oculto abajo. Y vale que te confundieras una de cada diez veces, pero como te encasquillaras al principio o si una mala mañana te ponías más nervioso de la cuenta y no dabas pie con bola, a don Máximo se le agriaba definitivamente el gesto (recuerden que, hasta que le dio clase a mi curso, él presumía de que aquel método estaba hecho a prueba de idiotas) y el que estaba a su vera terminaba deseando no haber nacido jamás.
El acojone era general. Y con razón: no miento cuando digo que aquello es lo más parecido a una ruleta rusa en lo que he participado en mi vida. Si llamaba a fulanito o a zutanito en vez de a ti, respirabas aliviado en un primer momento, pero la ansiedad seguía en el ambiente hasta que sonaba la sirena y se podían largar corriendo los amnistiados por el tiempo. Aparte, mientras examinaban a cualquier compañero de pupitre, también tú te ponías a prueba mirando con el rabillo del ojo lo que caía en la mesa de don Máximo e intentando acertar el símbolo o el elemento oculto. Y si comprobabas secretamente tu falta de tino, pues eso: sufrías solidariamente con el ignorante seleccionado poniéndote en su pellejo.
Los cabreos antológicos del profesor —es falso lo de que uno no escarmienta en cabeza ajena— nos condenaron a pasar algunas de las tardes más aburridas de nuestras vidas con aquella especie de juego de naipes absurdo, ideado para torpes totales y/o futuros estudiantes secundarios de «Letras puras». Ahora bien: fui de los que terminó aprendiéndose la tabla periódica con la metodología medio infantil y medio marcial implantada por don Máximo. Entre el pánico y los bostezos, desde luego; pero si no, a ver cómo diablos me iba a acordar a día de hoy de que el cobre es Cu, ¿eh?

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