28 septiembre 2009

Perico Rodri frente a la ardilla

De la entrevista que hoy publica el Huelva Información a Pedro Rodríguez se colige que el alcalde popular de Huelva tiene previsto dejar el poder a mediados del próximo mandato... o del siguiente (la alusión al AVE es clave en este sentido). Las dudas probablemente se disipen en el momento que se confeccione dentro de un par de inviernos la lista electoral del PP capitalino. Si no hay incorporaciones de tronío y se mantiene —en lo esencial y más allá— el equipo de las sucesivas mayorías absolutas, me da en la nariz que ésa sería una señal inequívoca de que Perico se siente un chiquillo (el gobierno es un elixir que rejuvenece) y sueña con mantenerse en la cúspide hasta mediados de la próxima década con una política que él mismo llega a definir como gesticular en buena medida. Por eso se le perdona que huya del debate impositivo como gato escaldado. Particularmente, prefiero la demagogia de los alcaldes que defienden sus tasas antes de cada incremento, pero muchos no saben distinguir entre gestión y gestos cual Rodri, y así les va a ésos y así le va a este señor, incapaz de cifrar la deuda de su Ayuntamiento.
Con todo, lo mejor del encuentro del regidor onubense con el director de la cabecera de Joly, Javier Chaparro, es lo cauteloso que se pone cuando le recuerdan que Arenas propone que ningún cargo público cobre más que el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán (81.144 euros brutos). Y eso que en El País del domingo parecía dispuesto a recortarse el salario, que el diario de Prisa cifró en 97.100. «Tengo bastantes cautelas al respecto, yo y otra mucha gente», precisa ahora don Pedro sobre el tijeretazo sugerido por el presidente regional del PP. «Es mi opinión personal. Los ciudadanos quieren que los políticos hagan bien su trabajo y sean honestos. Si ganan 50.000, 60.000 o los euros que sean al año les importa menos».
No sé si en la actual coyuntura es un gesto inteligente anunciar con la boca chica que el candidato popular a la Alcaldía aspira a seguir rozando los 100.000 euros de nómina durante los próximos seis años. En Secundaria, durante una clase de Filosofía, mi profesor y amigo Luis Arroyo nos explicó el concepto de subjetividad en el patio del instituto señalándonos una nuez —imaginaria— y haciéndonos pensar en cómo la veíamos nosotros y en cómo la vería una ardilla hambrienta sentada al lado nuestra. Es la misma nuez, pero para nosotros resulta insignificante y para la supervivencia de la ardilla vital.
Para el parado o el seiscientoseurista, 97.100 euracos de nómina, más que un sueño, es algo pecaminoso. Y a ésos les tienes que pedir el voto también (para que no se lo den a los otros); y habrás de hacerlo junto a Arenas, quien a su vez se lo reclamará un año después, seguro que con más cautelas que las demostradas por Pedro en esta entrevista.
P.D.: Se me ocurre que el PSOE perderá el debate dinerario con Petronila Guerrero de candidata. Con lo que sale de sumar las dietas de Cajasol y el Puerto de Huelva —y excluyendo íntegramente su nómina como presidenta de la Diputación— vive una familia de esa falsa clase media en la que tantos estamos hipotecariamente atrapados para los restos.

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27 septiembre 2009

De tratamiento

«¿Kafka? ¿Y quién coño es Kafka?», replicaba Agustín González —con su voz carrasposa e hiperrealista— a los sueños literarios de Gabino Diego en Los peores años de nuestra vida, la divertida película de Emilio Martínez Lázaro. La escena vuelve a mi cabeza al leer el buñuelo editorial de Valverde 15 Días, donde tras aludir al periódico El Mundo se afirma que «ningún medio serio se ha hecho eco hasta el momento de la acusación» sobre la mariscada supuestamente celebrada y presuntamente justificada con una factura falsa y chapucera de un escayolista. Freud tendría alguna explicación sensata para asimilar esta negación de la negación (de inspiración chavesiana; la originalidad no existe). Aunque quién coño será el tal Sigmund Freud, claro.
Dos detalles más fuerzan mi carcajada. Copio y pego: «Lo único que cabe reprocharle a un concejal blanco de las dianas del ataque son sus palabras hacia un gráfico de El Mundo». El periodista se autoimpone la concreción. 'Hijoputa' es palabra, pero mejor definirla como insulto, y que cada cual lo gradúe.
Segunda cuestión: el tratamiento falsamente familiar al empresario «Manolo» Vázquez (desde su foto en portada con la mascarilla de infeccioso, algo perfectamente denunciable por vía judicial), un trato que resulta contradictorio como poco con el «Don» que se le asigna a José Antonio Mantero Rosario en el apoyo de la página tres, donde se destaca la que será la primera comisión de investigación de la era moderna del Ayuntamiento de Valverde (contra un ex concejal del PP; guau).
Permítanme una recomendación, entre colegas: aúnen criterios, porque una verdad la suelta cualquier día el porquero de Agamenón. Y entonces qué.

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24 septiembre 2009

Introspección (VIII): la chincheta de Jacinto

Allá por sexto o séptimo de básica, las chinchetas empezaron a multiplicarse y hacer estragos en nuestras sufridas posaderas. Rara era la mañana o la tarde en que ibas a sentarte a tu sitio y algún “compañero” no te había dejado alguna tachuela en la silla con el disimulo propio de un espía soviético. Y una de dos: o la veías y la retirabas a tiempo, justo antes de perder la verticalidad (luego tratabas de endosársela a otro más incauto que tú en la siguiente hora), o coordinabas el respingo y el alarido con alegría y vigor ante el profesor de turno, entre las sordas risillas del anónimo chinchetero y del resto de la cuadrilla.
Como distribuidor de chinchetas descollaba en nuestra clase el campeón motero David Malavé, alias el Coco, miembro de esa saga de especialistas en chacina que, con mucho trabajo y más esmero, han logrado probablemente el mejor salchichón ibérico del mundo. Al otro lado de la balanza quedaba el bueno y noble de Jacinto Batanero, portador de uno de los pompis más sufridos de mi curso. Un día llegaron a plantarle tres o cuatro chinchetas juntas, un hecho intolerable que le obligó a soltar primero un grito apocalíptico y a jurar después venganza. Y, entre ceja y ceja, a Jacinto se le metió aquel espigado niño de pelo enrulado que llevaba siempre puesto su eterno pantalón de chándal (justa o injustamente, porque vete tú a saber si en verdad era el Coco quien le había dejado el asiento listo para fakires).
Así las cosas, el menor de los hermanos Batanero empezó a recopilar objetos punzantes en cada recreo para terminar plantándoselos en la silla al compañero Malavé, con la única idea de dejarle el culete hecho un colador. Pero ya se sabe que el enemigo nunca duerme, de modo que el mencionado se cuidaba muy mucho de revisar minuciosamente sus aposentos cada vez que comenzaba una clase y tenía que buscar respaldo.
Frustrado el plan A, a Jacinto no le quedó más remedio que improvisar un heterodoxo plan B. Juro que ese día casi me muero de la risa: charloteábamos de pie unos cuantos en un recreo, entre ellos el Coco, que estaba de lo más tranquilo y risueño con los brazos cruzados, y de repente suelta un «¡Aaaaaaaaah!» monstruoso, se da media vuelta y allí se encuentra con la sonrisa justiciera de Jacinto, que ni corto ni perezoso le acababa de clavar directamente una chincheta en una nalga ayudándose con el pulgar, sin anestesia, como quien aprieta un timbre.
«¡So bestia! ¡¿A quién se le ocurre?! Encima, ¡mira cómo está de herrumienta la chincheta...! A ver si no me tienen que poner la inyección del tétano... Creo que me ha hecho hasta sangre», protestó David mientras Batanero, con ese vozarrón que Dios le dio, enumeraba viejas afrentas y amenazaba con volver a aguijonear al culo del Coco si otro chinchetazo volvía a hacerle brincar a él en su silla.
«¿De qué os reís? Porque no tiene ninguna gracia...», nos reprochaba el pequeño Malavé dolorido. Me pregunto si hoy día seguirá opinando lo mismo.

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22 septiembre 2009

Introspección (VII): pubertad incompleta

Regresemos a los jardines sin vallar de la infancia, ahora desde una perspectiva entre crítica y picarona. Me vi abocado a renunciar inconscientemente a lo mejor de mi pubertad por la dichosa costumbre de mi madre de no ver telenovelas hasta que Televisión Española no empezó en esta década a emitir Amar en tiempos revueltos, que la tiene medio enganchada. Puedo acreditar que Mari Carmen la de Pérez Caro fue de las pocas que no vio ni Topacio ni Abigaíl, de modo que, allá por séptimo u octavo de básica, me perdí todos y cada uno de los capítulos de Doña Beija, un culebrón brasileño que hacía las delicias del resto de mujeres valverdeñas y de sus ya no tan impúberes retoños.
Yo tenía la no sé si muy sana costumbre de volver recién comido camino del Menéndez y Pelayo a jugar al futbito antes de comenzar las clases de la tarde. Pero, durante el curso que coincidió con la emisión de la mítica serie, tenía que jugar con niños más pequeños, porque la práctica totalidad de mis compañeros de aula se hacían los remolones y apuraban al máximo el reloj antes de asomarse por el colegio. Nada más llegar, entre que sonaba la sirena y se presentaba el maestro, se formaban todas las tardes improvisados corrillos donde siempre se reiteraban los mismos chismorreos. «¿Habéis visto hoy Doña Beija? Ay, mamá... Hoy se le ha visto todo...», soltaba uno marcándose las partes pudendas con más exageración que desvergüenza. El resto asentía y yo, consecuentemente, me cagaba en mi mala suerte, porque tanta unanimidad resulta hasta discriminatoria.
Imagínense cómo fueron de frustrantes mis almuerzos a partir de entonces. Me quedaba más de una tarde a ver si guipaba algo con lo que presumir ante el resto de coetáneos, pero la secuencia de los hechos era tal que así: mi padre imponía el Telediario para empezar, llegaban luego Maldonado o Montesdeoca a explicar tanto calor o las próximas lluvias, pasaban algunos anuncios y, en cuantito salía el cartel de Doña Beija y empezaba a sonar la musiquita brasileira, mi madre apagaba la tele o mi padre plantaba la segunda cadena, que yo no sé si echaba ya toda suerte de bichos africanos o tropicales a esa misma hora. Así que no me quedaba otra que recoger de nuevo la mochila y subir al Grupo Escolar con el mismo desánimo de un pescador en tierra que sabe que, esa misma tarde, todos presumirán en el bar de haber cazado cachalotes.
La historia de Doña Beija se las traía. Copio y pego de la Wikipedia: «La trama gira en torno a una hermosa joven que, después de ser raptada y violada por el oidor de la región, pierde su honra, el amor del novio con quien iba a casarse, y decide vengarse de todos los hombres, exigiendo oro y joyas a cambio de permitirles pasar una noche con ella». O sea, que la protagonista tenía que salir necesariamente en bolas cada dos por tres por exigencias del vengativo guión, inspirado en hechos reales. Pero yo no recuerdo haberle visto una mala teta a la actriz, que tenía unos ojazos verduscos, ¿me equivoco? Lo máximo que llegué a contemplar fue a la tipa debajo de una catarata peinándose para atrás la melena medio rubia en los títulos iniciales, algún día en que mi madre estaría terminando de fregar y no vino al quite a apagar la vieja Thompson del comedor.
En definitiva, si la motera con chupa de cuero que buscaba incansable al oloroso Jack's por todos los bares fue televisivamente posterior, he de concluir que mi único referente erótico de aquella etapa era el desodorante Fa. Como para no irme a pegarle patadas de testosterona al balón nada más apurar el yogur, ¿verdad que sí?

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21 septiembre 2009

... Y sin pausa

Que un alto dirigente político se atreva a llamar directa y personalmente a la «unidad de acción» de Gobierno y prensa para servir a la «mayoría social del país», y que califique («desde el respeto y la autonomía»; ¡ni más ni menos!) esa fusión activa de «indispensable», constituye una prueba inequívoca de su visión distorsionada de la democracia. Que lo haga además en una tribuna libérrima en Odiel el líder provincial del PSOE de Huelva, Mario Jiménez, invita a la risa y al vértigo.

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18 septiembre 2009

Que se disculpe o que dimita

La comunicación institucional es una ciencia reglada. Un ayuntamiento (se llame como se llame y lo presida quien lo presida) no puede tardar cinco días en desmentir un escándalo de facturas falsas y marisco de rango regional. Los desmentidos o son categóricos e inmediatos o suenan directamente a coartada. La batalla de la opinión pública se pierde irremediablemente en ese entretiempo.
Uno tiende a disculpar los problemas mediáticos de consistorios de una dimensión reducida. El de Valverde del Camino no lo es. Y dispone de gabinete de prensa desde hace más de una década, lo que convierte la situación en imperdonable.
Pero todo se puede empeorar estúpidamente. Por dignidad, al tránsfuga Jesús Llanes sólo le quedan dos caminos: la disculpa (tanto pública como privada) al fotógrafo de El Mundo al que insultó gravemente ayer o la dimisión. Por puro respeto constitucional, un representante democrático no puede permitirse ciertas licencias.
Las formas son más importantes que el fondo. Me da verdadera lástima que se evidencie aquí y ahora.

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12 septiembre 2009

Convicciones

¿Se puede ser de izquierdas y estar en contra de la Ley de Matrimonios Homosexuales? Advierte que sí Javier García Salas en su artículo de hoy en Odiel, donde terminan de rematar editorialmente a la candidata que nunca lo fue, Elena Tobar, evitando ese refrito de reproches que le hizo el jueves Luis Eduardo Siles a la portavoz socialista en el Ayuntamiento de Huelva.
Es más: Javier insinúa que Rodríguez Zapatero se jugó su permanencia en La Moncloa en la defensa de su «verdadera convicción». A mí me parece que no hay dicotomía posible, que la izquierda está esencialmente por la universalización de los derechos cívicos y por el cumplimiento estricto del Capítulo II del Título I de la Constitución. Por ello, concluyo que lo que irritará a la parte del electorado del PSOE a la que apunta con el dedo el compañero García Salas es la prelación de intereses del Gobierno, las prioridades y los anatemas, y ahí sí acabo de asimilar su comentario.
En lo que discrepo es en que la citada ley se aprobara pese a un costoso cálculo electoral. Cuando gobiernas en minoría, todo ocurre justo al revés: es el rédito de votos lo que determina tu acción legislativa. Si las cuentas hubieran resultado negativas, no hablaríamos de matrimonio homosexual, sino que habría un registro de parejas de hecho que sería aplaudidísimo por Zerolo como un primer paso hacia la igualdad definitiva. Zapatero no se la jugó con aquella ley, igual que no se la juega amagando cada vez que le apetece con el aborto con el único objetivo de seguir quitándole electores al desastre de Izquierda Unida.

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10 septiembre 2009

Introspección (VI): las cartas químicas

Aunque ni me gustaron ni nunca se me dieron muy bien que digamos las lenguas muertas, desde pequeñito (y ahora ya de grande ni les cuento...) integré ese segmento poblacional encaminado académicamente hacia las «Letras puras», conforme a mi manifiesta incapacidad para hallar la belleza secretísima de las Matemáticas y todo ese ignoto submundo que las rodea.
Para que se vayan haciendo una idea cabal de cómo ara este buey, yo era de los cenutrios (ocultaré la identidad de mis dos acompañantes habituales, por puro respeto) que se tenían que aprender de memoria durante los recreos la resolución de los famosos problemitas de octavo de Básica con las malditas X e Y que quién los inventaría, ya que su sencilla lógica interna superaba ampliamente mi rudeza connatural.
Partiendo de esa base, puede que se entienda mejor el enorme respeto que infundían en mí los profesores de raíz científica, que en los últimos años de la Primaria fueron dos: el inolvidable don Casiano y don Máximo, que allá por séptimo de EGB inauguró el curso escolar prometiendo diversión a raudales. «Os aseguro que os vais a aprender rápidamente la tabla periódica mediante un juego muy divertido que, además, es infalible: con él, todos mis alumnos se la han acabado aprendiendo de memoria», garantizó a sus nuevos pupilos.
La propuesta sonaba sugerente, la verdad, y más aún a los oídos de un niño de mis características, tan duro de roer en los vastos campos de las ciencias naturales (y más allá, claro). Para ponernos a jugar formativamente, sólo teníamos que pedirles a nuestros padres 100 pesetitas y asomarnos a Altea a comprar un papel blanco bastante más grueso que el folio común, tipo cartulina. Con eso y unas tijerillas, ya nos lo íbamos a empezar a pasar pipa, creando tarjetitas todas del mismo tamaño hasta conformar una especie de baraja. Finalmente, había que poner en el anverso de cada ficha —creo que con rotring— el nombre del elemento químico, y en el reverso su símbolo. A partir de ese momento, a barajar y a enviciarnos solitariamente hasta acertar qué elemento se representaba con la S o cómo cuernos se diferenciaba simbólicamente el manganeso del magnesio.
El juego (no hará falta que lo jure) era de todo menos divertido. Vale que mi generación no disponía ni de la Playstation ni del Canal Disney 24 horas en abierto, pero desde luego que podíamos hacer otras 800 cosas más entretenidas antes que ponernos a barajar y a soltar las cartas químicas de don Máximo en las tardes valverdeñas de finales de la década de los 80. No obstante, he de reconocer que algunos chavales científicamente dificultosos bien que le dimos uso a aquel aburridísimo mazo didáctico. Porque el maestro solía comprobar al término de cada clase nuestras evoluciones en el aprendizaje de la jodida tabla periódica. Y aquello dejaba de ser un juego infantil...
Al azar, elegía a dos o tres desgraciados alumnos para que se acercaran a su mesa y le prestaran uno a uno sus cartulinas. Él las barajaba con maña de profesional del chinchón y empezaba a tirar en el inopinado tapete elementos o símbolos a discreción, para que acertaras con lo que quedara oculto abajo. Y vale que te confundieras una de cada diez veces, pero como te encasquillaras al principio o si una mala mañana te ponías más nervioso de la cuenta y no dabas pie con bola, a don Máximo se le agriaba definitivamente el gesto (recuerden que, hasta que le dio clase a mi curso, él presumía de que aquel método estaba hecho a prueba de idiotas) y el que estaba a su vera terminaba deseando no haber nacido jamás.
El acojone era general. Y con razón: no miento cuando digo que aquello es lo más parecido a una ruleta rusa en lo que he participado en mi vida. Si llamaba a fulanito o a zutanito en vez de a ti, respirabas aliviado en un primer momento, pero la ansiedad seguía en el ambiente hasta que sonaba la sirena y se podían largar corriendo los amnistiados por el tiempo. Aparte, mientras examinaban a cualquier compañero de pupitre, también tú te ponías a prueba mirando con el rabillo del ojo lo que caía en la mesa de don Máximo e intentando acertar el símbolo o el elemento oculto. Y si comprobabas secretamente tu falta de tino, pues eso: sufrías solidariamente con el ignorante seleccionado poniéndote en su pellejo.
Los cabreos antológicos del profesor —es falso lo de que uno no escarmienta en cabeza ajena— nos condenaron a pasar algunas de las tardes más aburridas de nuestras vidas con aquella especie de juego de naipes absurdo, ideado para torpes totales y/o futuros estudiantes secundarios de «Letras puras». Ahora bien: fui de los que terminó aprendiéndose la tabla periódica con la metodología medio infantil y medio marcial implantada por don Máximo. Entre el pánico y los bostezos, desde luego; pero si no, a ver cómo diablos me iba a acordar a día de hoy de que el cobre es Cu, ¿eh?

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07 septiembre 2009

Introspección (V): sustos con torta

Se sabe que la venganza es un plato que viene servido directamente del congelador secreto del alma. Por ello, hay que poner especial cuidado en convidar a quien lo merezca realmente y, sobre todo, el camarero no debe confundir jamás al destinatario final.
Mi hermano Pablo se llevó toda su infancia, toda su adolescencia y parte de la adultez pegándome unos sustos de campeonato que, la verdad, nunca llegué a comprender qué pueden tener de divertidos para cualquier persona desentrenada en sadismo. Por poner un ejemplo, Pablo era perfectamente capaz de llevarse agazapado horas debajo de mi cama simplemente para terminar agarrándome por los pies (con gritos hambrientos de ultratumba) en cuantito me descalzara para meterme en el sobre. No sé si alguno de ustedes estará en disposición de identificarse con mi sofoco, pero es que yo tengo un hermano que, a semejanza de las peores fieras, debió nacer nictálope, lo que le permitía —desde que era un perfecto renacuajo— aguardar pacientemente en la penumbra del hogar a que me pusiera a tiro para saltar sobre mis miedos y poner a brincar mi corazón sin cariño ninguno.
El lugar favorito de Pablo para aterrorizarme era al final de un antiguo pasillo ciego al exterior que concluía en un absurdo recoveco entre el baño pequeño sin ducha y nuestra habitación, un sitio ideal para rodar el último cuarto de hora de La matanza de Texas. Justo allí, en los meses 'más entretenidos' de nuestra infancia común (de algún modo habrá que denominarlos), entre dos y tres veces por semana no estaba seguro de estar encontrándome con mi hermano o con los colmillos de Christopher Lee. Pero una tarde de aquellas, en la que estaba recuperándome aún del último susto del tercero de la dinastía, se me pintó calva la oportunidad: salía de mi cuarto, el pasillo estaba oscuro y expedito, la puerta final cerrada y justo detrás se escuchaba a Pablito relatándole cualquier cosa a mi madre.
Lo vi claro no, clarísimo. Era cuestión de esperar sólo un ratito recostado en el hueco de la pared a que el mamoncete abriera la puerta, enfilara el pasillo y fuera al lavabo o a la habitación para hacerle una demostración magistral de la maldita gracia que tenían sus sustos. El único riesgo que podía frustrar mi plan de venganza era que me diera la risa antes de que mi verdugo habitual diera los ocho pasos de rigor que lo colocarían inconscientemente a la vera de su víctima, así que me agaché y, en cuanto se abrió la puerta del pasillo, me tapé la boca a lo bestia, agarrándome los cachetes de la cara para que no se me moviera ni un solo músculo.
Todo marchaba sobre ruedas: el muy inocente cerró tras de sí de nuevo la puerta y, como disfruta de visión nocturna, no vio necesidad alguna en encender la luz. Y un paso, y otro, y un tercero, y cuatro pasos, y cinco, y seis... Al séptimo ya no aguantaba más, así que salté riéndome como un loco para gritarle a la cara «¡Júuuuuuuu!» y mondarme viéndole sufrir en vivo y en directo. Pero resultó que, para mi desgracia, quien estaba allí no era Pablo (la criatura de la noche seguía en el comedor haciendo muy calladito sus deberes), sino mi hermana Mamen, que se quedó literalmente petrificada delante mío, algo así como si la hubieran robado del Museo de Cera. Traté de explicarme con total franqueza: «Ay, Mamen, ¡te juro que creía que eras Pablo!». Pero nada...
El guantazo más grande que me han pegado en mi vida me lo soltó ella aquella tarde de hace unos 22 años. Digno de videojuego, en serio (me cayó al suelo y todo). Recuerdo que me dejó allí lloriqueando y se metió directamente en su habitación, pero estaba tan cabreada que salió para darme otro castañazo. ¿Que cómo me libré? Pues porque le pude demostrar, a la luz del baño, que con aquel primer tortazo ya me había dejado marcados los dedos en la cara. Picaba como me hubieran planchado la mejilla. Por eso digo que hay que tener mucho cuidado a la hora de vengarse de la gente. Porque no hay nada más contraproducente que, por un error de identificación, hacerle pagar tu odio a quien no lo merece. Te la devuelve fijo.

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03 septiembre 2009

Introspección (IV): mantecados y cernícalos


¿Quién en su vida no ha tenido que vender a titas y abuelas esas buenas cajas de mantecados El Patriarca tamaño familia numerosa para financiar el viaje de fin de curso y poder entrar en el Tívoli o en el inolvidable (por el olor a cabrales) Don Patín de Benalmádena, donde lo milagroso era no tener que salir pitando a por una poquita de escayola? Luego ibas de visita y, a modo de castigo, las compradoras te iban soltando uno a uno aquel golpe de polvorones, hasta vaciar la caja con las últimas calores de junio.
Lo que nunca jamás podremos olvidar los alumnos de mi clase del antiguo Menéndez y Pelayo fue el día en que llegó el repartidor con la furgoneta de Estepa. Estaba don Juan dándonos una clase de Lengua o Historia, y alguien del despacho de la dirección (que lindaba puerta con puerta con nuestra aula) entró a dar el aviso de que ya había llegado el emisario estepeño y que estaba ahí listo y preparado para descargar todo el stock de las navidades anteriores.
Dos o tres niños, entre inquietos e hiperactivos, se ofrecieron para ayudar a ir apilando las cajas al fondo, y el resto esperamos en los pupitres respectivos a que se reanudara la lección. Uno de los ayudantes más entusiastas era Ildefonso Mora, que vivía por aquel entonces en la calle Ayamonte, del que recuerdo aquellas señoras gafas que sin duda le duraron toda la primaria por ese cordón de seguridad que las salvó de más de un balonazo.
Iba y venía voluntarioso y juntaba cajas y cajas. Cuando ya llevaban un rato sin entrar fardos y parecía que el trabajo se había completado satisfactoriamente, llega Ilde con un último surtido: una cajita final y absolutamente inesperada. Pero lo curioso del caso es que, en vez de llevarla como había llevado las restantes (portándola cómodamente entre las manos, a la altura de la barriga), él se debió maliciar lo que iba a terminar pasando, porque entró con los brazos extendidos hacia arriba como si aquello fueran las tablas de Moisés, aunque sin ánimo ninguno de dar explicaciones sobre por qué la caja no iba al montón principal y sí a la mesa del maestro.
Después de mucho preguntarle e insistirle, Ildefonso Mora cantó: «Es un regalo para la clase. ¡Pero no se toca hasta que entre don Juan!», gritó. Maldito el preciso instante en que lo confesó todo... Entre que éramos niños en plena edad de crecimiento, que ocurrió todo a una hora malísima (más cerca del almuerzo que del desayuno), que nuestro tutor no llegaba a reaparecer en clase, que alguien fue a ver el contenido, que otro se acercó también a curiosear, que el hambre juntó a tres o cuatro alrededor, que alguno temió quedarse sin pegar bocado y que otro directamente abrió la caja... Pues eso: aquello se convirtió en un desfile de hambrientos que perdían toda la vergüenza, en la esperanza de que el maestro siguiera tardando una eternidad en retomar los mandos...
Lo malo es que don Juan era y es un hombre muy formal, y seguramente quiso insuflarnos a los niños valores inequívocamente democráticos (luz y taquígrafos) viéndole firmar todo el papeleo con el representante de El Patriarca. De modo que, cuando entraron los dos adultos, se encontraron de sopetón con una auténtica jauría de chavalines de 12 y 13 años alrededor de la mesa del maestro arrancándole mantecados al obsequio, lo más parecido a un festín de hienas que se pueda uno imaginar.
El rostro de don Juan era todo un poema. Creo que en la vida lo he vuelto a ver más serio que aquel mediodía (ni cuando le robaron los canarios, que ya es decir). Firmó los papeles como si estuviera ratificando penas de muerte, acompañó hasta el pasillo al distribuidor sin querer mirarle a la cara y volvió sobre sus pasos para cerrar la puerta y tratarnos con un cabreo que ríete tú del demonio.
Empezó suavecito, con algo así como «me habéis hecho sentir avergonzado como nunca», pero después de un rato con el tono in crescendo, ya se le empezaron a cruzar algunas imágenes de los documentales de La 2: «¡¡Os habéis avalanzado... como cernícalos sobre su presa!!». Exigió que, uno a uno, todos los que habían comido polvorones confesaran su gula. Algunos compañeros estaban vendidos de antemano, porque ya se sabe que algunos mantecados de la afamada marca sólo se pueden comer con un par de vasos grandes de agua al lado, y mientras don Juan echaba fuego por la boca los pobres tenían que seguir masticando y tragando para no terminar literalmente asfixiados.
La situación era tan patética que al final a nuestro tutor le terminó entrando la risa, cuando alguno se excusó con que él sólo se había comido unas peladillas o cuando algún otro se sacó del bolsillo un alfajorcillo aplanado para devolverlo al lugar del que nunca debió haber salido. Juro que no probé ni un solo mantecado de aquéllos, igual que rompo una lanza por Ildefonso, que hizo todo lo que estaba en sus manos para evitar aquel banquete. Y es que, si llega a oponer resistencia física, fijo que pierde las gafas.

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Introspección (III): el día del potro

Primero o más bien Segundo de BUP. Mañana de invierno, con el patio encharcao desde primera hora, así que toda la clase se dirige cabizbaja y en chándal al minipabellón del Instituto Diego Angulo (futbito o muerte, ya se sabe).
No nos daba Educación Física el ecologista Juan Romero, sino otro tipo más rubiote del que no recuerdo ya su nombre (no lo tengo ni en la punta ni al final de la lengua). Aquel día quiso utilizar todo el material didáctico a disposición del alumnado, esto es, nos quiso enseñar a saltar el potrillo. Y a mí me dio la mañana…
Los que asistieron a aquella clase seguro que se acuerdan tan bien como yo. Comenzó con la ya feliz mamá Mari Ángeles Fernández Batanero (la hermana de Antonio el abogado) dando una voltereta completa a lo Nadia Comaneci en el potro grande para gimnastas auténticos que estaba por allí arrinconado. Fue algo digno de aplauso, créanme. Y de la cima a la sima: plantaron el potro pequeño en mitad de la pista, una de las colchonetas azules detrás para amortiguar la caída y un pequeño trampolín medio metro antes para ayudar a tomar impulso y saltar el obstáculo. Y empieza el personal a hacer sus modestas acrobacias.
Yo me eché a un lado en el que, improvisadamente, acabamos juntándonos los menos confiados en nuestras facultades físicas. Al final, todo kiski estaba saltando salvo tres chavales: una chica de Encinasola que se llamaba Pasión, mi amigo del alma Juan Feria Alcuña (el primogénito de mi tutor de primaria) y el que se confiesa sin concebir su pecado. Cabe imaginar las recriminaciones gallardas que nos hacían el profesor y algunos de los compañeros saltimbanquis por nuestro temor reverencial a un ejercicio tan sencillo y estúpido, pero ahí seguíamos, decididos a aguantar improperios y guasa, pero sanos y salvos; «el ande yo caliente» tan hispano como cabroncete.
Todo se empezó a torcer cuando el docente logró convencer a Pasión de que se ajustara las gafas y probara una sola vez, porque él se ponía al lado y le podía garantizar que no se deslomaba. Fue un salto limpio, sin problemas evidentes, que apuñalaba definitivamente el orgullo de los dos desertores que quedábamos allí en la estacada. Pero juro que a mí plin: lo único que le pedía a Dios era no quedarme solo. Mientras me quedara otro cobardica al lado, pensaba que mis reticencias resultarían explicables y convincentes.
En ésas que me mira Juan y me dice: «Illo, Manolo, yo voy a saltar». Sentí como si me metieran amarrado en un congelador industrial... Coge carrerilla el mamón de Jota y pega un bote que parecía que hubiese estado ensayando durante meses. En el mismo momento en que lo vi aterrizar sobre sus pies, supe que ya no tenía excusa. Así que en una de ésas le dije al profesor que lo iba a intentar.
Creo que todo el mundo se podrá imaginar la escena. Expectación bestial, nadie corriendo por el pasillo central, toda la pista para mí, con el trampolín listo para impulsarme y la colchoneta para evitar cualquier torcedura estúpida. Y allá que te voy: esprinto, salto sobre aquella desvencijada plataforma de madera con muelles, planto las manos en el lomo del potro, avanza imparable este cuerpo serrano en milésimas de segundo, se me olvida retirar las manos del potro (¿alguien me lo explicó acaso? Pregunto) y termino consecuentemente pegándome un guarrinazo de frente contra la famosa colchoneta azul, que estaba allí esperándome a modo de sudario.
Imaginen cómo pudo sonar aquello. Toda la clase de brazos cruzados esperando sólo a que Becerro saltara, y voy y me caigo redondo y de cara contra el suelo. Tras el ¡booooooooon! aquel, vinieron corriendo todos a ver qué quedaba de mí. Yo estaba perfectamente, pero el maestro me tocaba una a una las costillas a ver si no teníamos que irnos con las mismas a Riotinto a explicar en Urgencias lo peligroso que pueden llegar a ser los minipotrilllos de la Secundaria. Por fortuna, insisto, nada de nada. Porque ya lo decía Shakespeare: «Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte».

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02 septiembre 2009

Introspección (II): indelegable


Más de un año me tocó ser delegado de curso, y quiero recordar que asumí disciplinadamente todas las tareas propias del cargo, incluidas las menos amables. Una de ellas era la de salir a la pizarra cuando el maestro debía ausentarse del aula en medio de una clase y mantener a raya a los compañeros, para que aquello no se convirtiera en una especie de gallinero o, mejor dicho, de granja de pollos.
Se me ha quedado grabado a fuego un mal día en el que don Juan Feria tuvo que salir al pasillo vete tú a saber por qué razón y yo, consiguientemente, me fui directo a la pizarra a apuntar los nombres de los parlanchines y una crucecita —nada cristiana— a pie de nota cada vez que abrían el pico. Pues bien: resulta que José Ángel Muñoz López, alias 'el Piru' (alguna vez que nos hemos cruzado me ha dicho que soy el único que lo sigo llamando a día de hoy con ese viejo mote del colegio), tenía bastantes ganas de darle conversación a la clase aquella tarde. Y como uno siempre quiso ser muy cumplido, cada vez que mi compañerito rompía el hielo yo no me amilanaba y le endosaba la correspondiente cruz debajo del ‘José Ángel’ que le tuve que plantar apenas irse nuestro tutor.
El problema fue que no sé qué demonios estaría haciendo don Juan que transcurrían los minutos y no regresaba. Y el Piru dale que te dale, pasando olímpicamente de mí y de la pizarra acusadora, creo recordar que haciéndome hasta burlas, y yo por dentro pensando: «Tú ríete, y el resto de tus amiguitos también. Pero cuando el maestro vuelva y vea la que has liado, a ver qué le explicas…».
Todavía tardó un rato don Juan en volver a entrar por la puerta. Cuando le vi llegar, respiré de puro alivio, porque estaba viendo mi autoridad pisoteada para los restos. Yo ya me temía que, si pasaba otro par de minutos, se me amotinara la clase y terminara yo esquivando los tizazos.
No recuerdo si tuve tiempo de coger asiento para presenciar la bronca merecida al pequeño de los hermanos Muñoz (Javier es de la quinta de mi hermana Mamen, a quien por cierto siempre la oí hablar muy bien de él). Pero si realmente conseguí llegar a mi pupitre y sentarme, lo que está claro es que me tuve que levantar como un resorte, porque mi gozo justiciero fue a parar —paradójicamente— al pozo de la justicia.
Mira don Juan a la pizarra, ve los tres o cuatro nombres apuntados y observa con pasmo auténtico cómo me había cebado quisquillosamente con el ‘José Ángel’ de la izquierda (si no le planté 20 cruces debajo fue porque le puse media docena más). Y es que le salió del alma al hombre: «¡Coño, Manolo, que parece que has pintao un cementerio!».
No veas la risotada del personal mientras yo, de un rojo carmín, borraba a toda prisa las pruebas de aquel frustrado auto de fe. A partir de ese día, yo creo que ya tiré por la calle de en medio y empecé a recurrir a la salvajada mafiosa de «el que hable a la de tres catea. ¡Una, dos y tres!». Y a tomar por culo: al que abría el pico, le dábamos una manta de sopapos que para qué. El bullying institucionalizado, o sea, que tiene narices la cosa. Como a los más macarritas de la clase les gustaba soltar más que hablar (el palo antes que el palique), los convertías en silentes aliados tuyos, y lo cierto y verdad es que a veces regresaba el maestro sin que nadie sufriera pena corporal alguna, o sea, sin que nadie se hubiera atrevido a rechistar.
Cambié el gato blanco por el gato negro sin mucha conciencia ni remordimiento, lo admito. El problema volvía a surgir siempre que el docente se llevaba más de cinco minutos fuera, pero yo era el que dejaba abierta la compuerta de la violencia física. Por eso creo que puedo concluir (con una sonrisa de franca melancolía; que nadie lea aquí resentimiento alguno, por Dios santo) que aquel día me dejó vendido don Juan como delegado mucho antes de mandarme a borrar el camposanto del Piru.

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Introspección (I): decapitaciones escolares

Sin mediar afortunadamente la hidrocefalia, de los nacidos en Valverde en el 76 pocos o ninguno tenían —y siguen teniendo a día de hoy— más cabeza que yo y mi amigo Manolo Mantero, según mediciones oficiales efectuadas por nuestro tutor, don Juan Feria (con una guita y en horario lectivo; y ahí está: felizmente jubilado y sin que Educación le abriera expediente informativo ninguno).
A día de hoy seguimos bien despachaos, con más talento natural que ninguno de nuestros coetáneos, protagonizando cada inicio de feria junto a un par de gigantes, camino de la estación (este año se nos unió Pablo Pérez Limón, como se puede verificar en la web del mascón de Alfonso Macías, que anoche, cuando venía con el coche y me vio junto al escaparate de Monca, pisó el freno de la guasa para decirme que qué raro se le hacía no verme fotografiado en un recuadro de internet).
De lo que muchos no se acuerdan ya es de que, una buena mañana, Manolo Mantero se quedó literalmente sin cabeza lo menos medio minuto. Durante esos 30 segundos mal contados, fui el más cabezón de la clase o de mi generación sin discusión. Pero lo más macabro y escabroso de todo es que a Mantero lo había decapitado un señor delante de nuestras escolares narices, con todos los maestros de brazos cruzados. Y doy fe de que algunos compañeros de pupitre aplaudieron a rabiar…
Estaríamos en ¿sexto de Básica quizá? Nos llevaron a todos los niños a la mítica Sala Tifanny’s, o como se escribiera el antiguo cine/teatro, a ver un espectáculo de magia. Y en éstas que pide el mago un voluntario entre el público para protagonizar un número de una peligrosidad extrema.
Recuerdo a más de uno ofreciéndose a gritos subido en la butaca, con el brazo levantado y el índice más alto todavía, como intentando rascar al techo. «¡Yo, yo, yo, yo, yo…!». Pero el ilusionista reclamaba expresamente niños a ser posible grandullones, y con el rabillo del ojo dio con mi tocayo antes que conmigo, y allí que te sube Mantero al escenario, y le plantan un cubo negro en la cabeza, y primero abren el cajón y se le ve la cara a Manolo, pero a continuación cierran aquello y empiezan a meterle no sé cuántas espadas por un lado y por otro (¿o eran afiladas planchas de acero?), y allí todos los niños chitón, y Mantero de pie sin soltar ni un ‘¡Ay!’, con la caja en lo alto, y el mago que abre por segunda vez el cajón y allí no está la cabeza de mi amigo cortada en mil pedazos. Y cierra deprisa y, empieza a sacarle espadas y cuchillos de todas partes, y vuelve a abrir el cubo y ¡zasca!: reaparece la cabeza de Manolo, sin ni un solo rasguño, compitiendo de nuevo con mi testa por ser la más lustrosa.
¿A cuántos compañeros nos tuvo que explicar Mantero el doble fondo de aquella caja, donde se esconde mágicamente parte de nuestra infancia?

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